Paraíso

Araceli Ardón

 

Vivir en un lugar con vegetación exuberante y animales pacíficos que exhiben su corpulencia mientras recorren el espacio, a la orilla de un arroyo de agua clara; admirar el vuelo de las aves que surcan el cielo, sentir en los pies la suavidad del césped. No tener que trabajar. Comer lo que se desee, con apetito insaciable y sin hartazgo: ese anhelo ha llenado la mente del ser humano desde que los primeros homo sapiens tuvieron la estabilidad para formar una comunidad y crear un proyecto de vida.

La palabra ‘paraíso’ viene del griego ‘paradeisos’ y del latín ‘paradisus’. Jenofonte, en el siglo IV antes de la era Cristiana, ya hablaba del jardín del Edén. En antiguos textos de Persia y Mesopotamia, este jardín era un lugar propicio para la caza. Era lógico: las familias eran felices al convivir en la reunión de cazadores alrededor del fuego donde se asaba el animal que hacía unas horas corría por la pradera.

Los cocineros se acercarían a limpiar la carne, condimentarla, macerarla. Otros arreglarían el espacio para sentar a los viejos y cuidar a los niños. Al fondo, algunos jóvenes harían acrobacias. Un narrador contaría historias. Un músico entonaría una canción.

La pérdida del Paraíso ha sido una constante en la literatura. Dante escribió entre 1313 y 1321 la tercera parte de su Comedia, titulada “El Paraíso”. Fue Giovanni Boccaccio quien agregó la palabra ‘Divina’ a estos libros, cuando los leía en voz alta por pueblos y plazas de ciudades italianas elogiando su belleza. Este poema tiene 33 cantos, con estrofas de tres versos cada una.

Para Dante, el Paraíso representa el saber y la ciencia divina. La caída de Adán y Eva, el momento en que perdimos el Paraíso, es la columna vertebral de la obra de John Milton, El Paraíso Perdido, publicada en 1667 en Londres.

Mario Benedetti, en su libro Inventario, publicó su versión del Paraíso: “Los verdugos suelen ser católicos / creen en la Santísima Trinidad / y martirizan al prójimo como un medio / de combatir al Anticristo / pero cuando mueren no van al cielo / porque allí no aceptan asesinos // sus víctimas en cambio son mártires / y hasta podrían ser ángeles o santos / prefieren ser deshechos antes que traicionar / pero tampoco van al cielo / porque no creen que el cielo exista”.

En muchos teatros del siglo XIX, la gran sala de butacas tiene palcos cercanos al Paraíso: bajo la estructura del techo ha sido colocada una tela pintada por los artistas elegidos por los arquitectos. El tema era el Jardín del Edén. Las imágenes que se representaban en la pintura son ángeles, nubes y figuras celestiales, temas derivados del Barroco.

Las telas pintadas recibían a los visitantes desde el vestíbulo, llamado ‘ambigú’. Había algunas pinturas, creadas según el Naturalismo, que mostraban a mujeres sin ropa, lo que llevó a las buenas conciencias a vender viseras de cartón para los niños, de manera que no pudieran apreciar los detalles de las imágenes.

Marcel Carné estrenó en marzo de 1945 su espléndida película “Les Enfants du paradis”, filmada durante la ocupación alemana en París. El director declaró que su intención era hacer un tributo al teatro que revelara la condición humana. La acción de la cinta transcurre en 1828 en un teatro donde los niños pobres del vecindario buscaban un refugio, un rato de recreación donde olvidar sus penas. Los palcos y las butacas tenían precios inalcanzables para ellos. Su única posibilidad era el Paraíso: los niveles más altos del teatro, donde estaban cerca de la tela del techo pintada con ángeles y visiones celestiales.

Hay quienes sueñan con la excitación de los casinos y la seducción de mujeres dedicadas a las artes amatorias. Otros suspiran por la paz de una casa frente a un lago. Millones de creyentes ofrecen buenas obras a Dios a cambio de un lugar en el Paraíso. Yo tengo el mío: buenas películas, libros excelentes, la mejor música que se ha compuesto en la historia. Un plato con rebanadas de piña dulce. Mi familia, mis amigos. Esta computadora. Nada más.

 

 

 

 

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