Hermanos

Araceli Ardón

 

Esta soy yo: son mis facciones, mi cuerpo con su complexión y movimientos. Son mis órganos internos, mi cabello y mi piel. Sin embargo, al reconocer mi esencia me doy cuenta de que en mi lugar pudo haber nacido él, o ella.

Mis ojos miran de frente el rostro de mis hermanos y encuentro en sus miradas y el tono de su voz, mis propios rasgos. Compartimos una historia genética y mucho más: el amor de nuestros padres y la huella de muchas generaciones ascendentes. Fueron mi primera comunidad, con ellos ensayé en miles de tardes las relaciones humanas, los conflictos y su resolución. Vivimos juntos el gozo: la travesura, la risa que no cesa, la celebración que estalla en carcajadas por cualquier motivo. De sus labios escuché palabras que yo necesitaba para expresar mis sentimientos. Con ellos he aprendido a vivir.

Crecí en Querétaro, ciudad católica de prosapia y ritos. Durante mucho tiempo no conocí a nadie que no profesara esa fe. Las familias eran numerosas y pareciera que el aire tuviera una sustancia para estimular la fertilidad (al mismo tiempo países católicos, como Irlanda o Polonia, tenían familias pequeñas). Algunas compañeras de escuela tenían diez o doce hermanos. Yo tengo siete.

A lo largo de los años, he conocido otros lares y otras maneras de pensar. Frente a esas visiones de la vida, me encuentro con enorme frecuencia con la certeza de que soy privilegiada al tener hermanos para enfrentar las pruebas de la vida y festejar los triunfos diminutos de cada día.

Mi hermano Gabriel hace negocios con un chino que no tiene hermanos, ni tíos, ni primos. Su gobierno prohibió la existencia del segundo hijo y este hombre escucha con embeleso las historias de familia que cuenta mi hermano. El joven chino, que es soltero, habría deseado la compañía de otros niños en su propia casa, para compartir el pan y el espacio vital de juegos y gritos. Creció en un espacio definido por el silencio.

El autor uruguayo Líber Falco, en su libro “Días y noches” expresa así la melancolía: “Volví a mi casa / bajo la niebla de la tarde triste. / Pasé por calles / junto a muros viejos. / Nadie lo vio / y mi corazón lloraba. / Mi corazón a veces se desviste. // Hermano, / bajo la niebla de la tarde triste, / desnuda vuestra alma; / que el corazón es viejo y sabio. / Y el corazón existe”.

Jaime Sabines, en su enorme poema “Algo sobre la muerte del mayor Sabines” habla sobre esa curiosa situación humana que ocurre entre padres e hijos cuando se vuelven hermanos de espíritu: “Padre mío, señor mío, hermano mío, / amigo de mi alma, tierno y fuerte, / saca tu cuerpo viejo, viejo mío, / saca tu cuerpo de la muerte. / Saca tu corazón igual que un río, / tu frente limpia en que aprendí a quererte, / tu brazo como un árbol en el frío, / saca todo tu cuerpo de la muerte. / Amo tus canas, tu mentón austero, / tu boca firme, tu mirada abierta, / tu pecho vasto y sólido y certero”.

Ocurre que a veces el rostro de un hermano es una especie de reflejo en el azogue. Jorge Luis Borges escribió: “Al espejo”, poema que tiene estas estrofas: “¿Por qué persistes, incesante espejo? / ¿por qué duplicas, misterioso hermano, / el movimiento de mi mano? / ¿por qué en la sombra el súbito reflejo? / Eres el otro yo de que habla el griego / y acechas desde siempre. En la tersura / del agua incierta o del cristal que dura / me buscas y es inútil estar ciego”.

Traigo a esta columna al peruano César Vallejo, que escribió “A mi hermano Miguel - In memoriam”, para hablar de la pérdida: “Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa. / Donde nos haces una falta sin fondo! / Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá /nos acariciaba: ‘Pero, hijos...’ // Ahora yo me escondo, / como antes, todas estas oraciones / vespertinas, y espero que tú no des conmigo. / Por la sala, el zaguán, los corredores. / Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo. / Me acuerdo que nos hacíamos llorar, / hermano, en aquel juego”.

 

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