Pluma

Araceli Ardón

 

El hombre detuvo sus pasos. A mitad del camino, una fuerte emoción lo estremeció mientras sus ojos oteaban el horizonte. Las nubes estaban teñidas de un ocre intenso: era la hora del ocaso. El mundo era asombroso, la vida le ofrecía todo lo que pedía. Decidió que al llegar a casa escribiría sus pensamientos. Tenía que hacerlo: de otra suerte, su existencia quedaría sin registro. Después de su muerte, cuando sus hijos olvidaran su voz, no habría nada para recordarlo.

Un nuevo escritor nació esa tarde.

Quien escribe no puede evitar hacerlo. Un impulso superior a sus fuerzas lo lleva a tomar el lápiz, el bolígrafo, la computadora, los instrumentos para dibujar palabras.

Durante muchos siglos, la pluma de ganso fue la preferida de los escribanos, empleados de contabilidad, jueces, abogados, filósofos, amantes furtivos, sacerdotes y poetas. La pluma del ala era la mejor, por tener mayor firmeza en el tallo hueco, llamado cálamo, que sirve como depósito de la tinta que fluye por capilaridad hacia el papel. Se aprovechaban todas las desechadas por la muda anual. El ala izquierda es adecuada para los escritores diestros porque la pluma dibuja una curva hacia la izquierda, lejos de la mano. También se usaban todas las plumas de las presas cazadas: para crear instrumentos de escritura, para rellenar edredones.

Los más afortunados usaban plumas de cisne. Los demás empleaban de búho, águila, halcón, lechuza o pavo. Los escritores les quitaban las barbas cercanas a la mano, para no tener obstáculos ni distracciones.

Shakespeare, Cervantes y Sor Juana dedicaron largas horas a escoger sus plumas, comprar la mejor tinta a su alcance y cortar la punta con cuchillos afilados. Sus mentes trabajaban en dos procesos simultáneos: articular sus ideas, escribir sus versos, hacer hablar a sus personajes y cuidar que la mancha dejada por la pluma no se dispersara por la hoja, muchas veces de superficie tosca, con marcas y accidentes de la pulpa que lo produjo.

La historia de las plumas fuente es fascinante. Durante muchos años, estos bellos instrumentos sustituyeron a las plumas de ave y han sido aliados de todo aquel que requiere firmar un documento importante. Son símbolo de lujo y poderío. Son equivalentes a escalar la más alta montaña. Al terminar de firmar un decreto, presidentes y ministros intercambian plumas con los otros firmantes. Los autores las atesoran.

Neruda escribía con tinta verde. Sus cartas a los amigos, en particular a Salvador Allende en los felices días de la presidencia socialista, han sido analizadas por los estudiosos de su poesía. En sus memorias, tituladas Confieso que he vivido, cuenta un pasaje de su juventud, cuando llegó a Batavia, en su recorrido por lejanas tierras de Asia como cónsul de Chile. Lo primero que hizo fue buscar tinta, sin saber cómo se decía en aquel dialecto malayo. Entonces supo que la palabra era la misma: tinta. Entender el origen de las palabras es un proyecto de vida. Uno puede recorrer el mundo para conocer otros idiomas, ver cómo se comunican otros seres con vocablos que a ellos les resultan fáciles de pronunciar y a nosotros nos levantan una barrera que nos aísla, pero que puede derrumbarse al escuchar la misma palabra amada en otros labios.

Los chinos ya empleaban tinta para escribir cuatro siglos antes de Cristo. La elaboraban con goma y negro de humo. Los emperadores romanos firmaban edictos con púrpura extraída de un molusco, y se prohibía su uso al pueblo. Hay quien ha pintado letras con oro y plata en libros dedicados a la realeza. El vino, las cenizas de la chimenea, la resina, la goma, la agalla de la encina, el cinabrio, han sido ingredientes de la tinta. La tinta china se produce con partículas de carbón provenientes de árboles no resinosos. Como todo en la historia humana, hubo miles de artesanos minuciosos que dedicaron sus horas a procesar en sus cocinas estos elementos hasta encontrar la fórmula perfecta, la que había de servir mejor a los escritores para trasmitir sus emociones, su manera de sentir y pensar.

Hay quien desea emplear su propia sangre como tinta para jurar amor eterno. De esa emoción nació el bolero de Benito de Jesús, natural de Puerto Rico, que fue popularizado por Julio Jaramillo a partir de su primera grabación, en 1956. Se titula Nuestro juramento, y dice en una de sus estrofas: “Si tú mueres primero, yo te prometo / escribiré la historia de nuestro amor / con toda el alma llena de sentimiento / la escribiré con sangre / con tinta sangre del corazón”.

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