Vestirse

Araceli Ardón

 

Es verdad: el hábito no hace al monje. Lo pudimos comprobar en este confinamiento que nos ha recluido. Al no salir de casa, al no encontrarnos con otros, hemos vestido ropa que nos permita, al menos, un encierro cómodo. Para sentirnos bien a pesar de las circunstancias.

También es cierto que la ropa convierte a un hombre en lo que siempre quiso ser: un general del ejército, un ejecutivo bancario, un médico en el quirófano, un trotamundos sin patria. Las mujeres hacemos de un vestido un aliado: en la ceremonia de matrimonio, jamás una novia se siente fea. De ahí que la industria de las prendas textiles mueva más dinero que la mayor parte de los bienes de este mundo.

Por las calles de San Cristóbal de las Casas, pueblo mágico, deambulan los grupos humanos que habitan aquella zona: las mujeres chamulas llevan falda de lana negra y huipil bordado; los hombres llevan también ropa de lana. Las mujeres tzotziles usan huipiles y un gran pañuelo bordado llamado moxib; los hombres, sarape. Cada etnia conserva su propia lengua, rituales, cosmovisión y vestimenta, con variantes casi imperceptibles a lo largo de quinientos años.

Atraídos por la belleza urbana, por su sociedad multilingüe, por el encanto de los fríos bosques, cada año llegan extranjeros de todo el mundo, llevados por el deseo de estudiar antropología, realizar investigación o un proyecto cultural. En poco tiempo se vuelven residentes, echan raíces, hacen amigos.

También ellos, los europeos o canadienses, se distinguen por su ropaje: casi todos usan pantalones de mezclilla, suéteres de lana, botas rudas. Las mujeres de ojos claros, llegadas de lejos, se adornan con textiles mayas.

El poeta Luis Cañizal de la Fuente describe en su poema “Corral de luz hipnotizada” una escena tomada de cualquier barrio del mundo: “Ropa tendida, humilde y pueblerinamente, / en el silencio deslumbrado de las cinco: / banderas derrotadas que no besan el polvo / pero dentro contienen personas bocabajo, / humilladas en su estatura modesta / como reyes antiguos que vendieron / el balandrán poluto a los museos”.

Jaime Sabines, autor chiapaneco, al llegar a la Ciudad de México escribió poemas que narran en verso las costumbres de la capital. Habla de las muchachas de servicio doméstico, que salen el domingo a pasear: “La ropa limpia, el baño reciente, peinadas y planchadas / caminan, por entre los niños y los globos, y charlan y / hacen amistades, y hasta escuchan la música que en el / quiosco de la Alameda de Santa María / reúne a los sobrevivientes de la semana [...] Al lado de los viejos, que andan en busca de su memoria / y de las señoras pensando en el próximo embarazo, / ellas disfrutan su libertad provisional y poseen el mundo, / orgullosas de sus zapatos, de su vestido bonito”.

Luis Lloréns, autor de Puerto Rico, escribió durante la primera mitad del siglo XX poemas de rica sensualidad caribeña: “Esta noche la luna no quiere que yo duerma. / Esta noche la luna saltó por la ventana. / Y, novia que se quita su ropa de azahares, / toda ella desnuda, se ha metido en mi cama”.

El escritor cubano José Ángel Buesa, nacido en Cienfuegos en 1910, nos dejó el poema “Pequeña canción”, que habla de la nostalgia que nos provoca la ropa: “Aún alegran tu calle los viejos mediodías / y la sombra del álamo refresca tu portal, / todo está como entonces, cuando tú me querías, / pero ya no me quieres, y todo sigue igual. // Sin embargo, no importa, yo sé que me quisiste / más allá de aquel beso, de aquel que no te di, / y sé que alguna noche te irás quedando triste / al ponerte un vestido que me gustaba a mí”.

 

 

 

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