Lluvia

Araceli Ardón

 

El aire tibio bajo las altas nubes grises anuncia una noche húmeda. El alma se alegra ante el presagio y vuela como golondrina para posarse en el quicio de una ventana y ver el mundo, esperando el milagro del agua que cae, minúsculas gotas que al unir fuerzas forman una cortina capaz de evocar tiempos idos. Tiempos que se fueron no se sabe a dónde. Recuerdos que se detienen por un rato y son brillantes como los charcos que se forman en el pavimento, breves corrientes cristalinas que mueren en las alcantarillas.

El poeta chiapaneco Joaquín Vásquez Aguilar, muerto en el año 1994, dejó su estupendo “Soneto pluvial”, en minúsculas: “lluvia anunciándose. lluvia con sonido / de lluvia que se acerca como denso / panal bullente. lluvia como extenso / oleaje de un mar cayendo con ruido // de dioses, con atronador zumbido / de río colosal, de saurio tenso. / lluvia mayor, lluvia del más intenso y más salvaje y más feroz rugido / torrencial. lluvia que trae más lluvia / y más agua y más mares y más lluvia. / violenta lluvia, ronca. lluvia tal”. No es un soneto clásico, pero tiene una energía vital que avasalla.

Son días tristes. Las noticias anuncian enfermedad, dolor, muerte y muchos males que se derivan de lo anterior: pobreza que lleva a la indigencia, orfandad temprana —abandono de los pequeños— y sensación de impotencia, en el mundo entero.

Por ello, le invito a leer de nuevo a Federico García Lorca, el poeta granadino que le cantó al color verde y que murió en forma trágica, perseguido por un régimen totalitario. Busqué en su biografía los últimos días de este dramaturgo comprometido y me percaté de un dato importante: en los primeros meses de 1936, el Gobierno de México le ofreció refugio político, en su calidad de funcionario de la República. Lorca lo rechazó y fue encarcelado el 16 de agosto. Dos días más tarde, en la madrugada del 18 de agosto, en el camino de Viznar a Alfacar, fue fusilado al pie de un olivo que todavía existe. En una entrevista para El Sol de Madrid, se declaró “íntegramente español, pero antes que esto hombre del mundo y hermano de todos”.

Su poema dice: “La lluvia tiene un vago secreto de ternura, / algo de soñolencia resignada y amable. / Una música humilde se despierta con ella / que hace vibrar el alma dormida del paisaje. / Es un besar azul que recibe la Tierra, / el mito primitivo que vuelve a realizarse. / El contacto ya frío de cielo y tierra viejos / con una mansedumbre de atardecer constante. / Es la aurora del fruto. La que nos trae las flores / y nos unge de espíritu santo de los mares. / La que derrama vida sobre las sementeras / y en el alma tristeza de lo que no se sabe”.

En los momentos dorados de mi adolescencia, mi hermana Dulce y yo fuimos a todos los conciertos que pudimos, no a saltar y gritar como ahora hacen mis hijos, sino a escuchar con devoción y sentir en la piel desde la música de orquesta de cámara hasta los cantores de América del Sur. En alguna ocasión escuchamos al argentino Horacio Guarany, y desde entonces siento que la lluvia trae consigo soledad: “Llueve, pero llueve, llueve / llueve y yo me siento solo / como si llorara el cielo / y llueve, y llueve. // Llueve, pero llueve, llueve / llueve como ayer llovía. / Llueve sobre el alma mía / y llueve, y llueve. // Y está lloviendo y tú no vienes, / y está lloviendo y tú no vienes. / Mojada mi alma de tristeza, / y llueve y llueve”.

Leopoldo Lugones, poeta argentino nacido en el siglo XIX, lo dice así: “Llueve. La lluvia lánguida trasciende / su olor de flor helada y desabrida. / El día es largo y triste. Uno comprende / que la muerte es así... que así es la vida. // Sigue lloviendo. El día es triste y largo. / En el remoto gris se abisma el ser. / Llueve... y uno quisiera, sin embargo, / que no acabara nunca de llover”.

 

 

 

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