Bibliotecas

Araceli Ardón

 

En su “Poema de los dones”, Jorge Luis Borges declara: “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche. / De esta ciudad de libros hizo dueños / a unos ojos sin luz, que sólo pueden / leer en las bibliotecas de los sueños / los insensatos párrafos que ceden / las albas a su afán. En vano el día / les prodiga sus libros infinitos / arduos como los arduos manuscritos / que perecieron en Alejandría”.

El poeta argentino vivió ciego los últimos años de su vida. En otros textos ha declarado que la ceguera fue para él “como un lento atardecer de verano”. En una estrofa posterior al poema citado, dice: “Lento en mi sombra, la penumbra hueca / exploro con el báculo indeciso, / yo, que me figuraba el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca”. 

De antemano, Borges nos pide no sentir lástima por él, no llorar por su ceguera ni reprochar nada a la vida, pues el hombre fue dueño de una inteligencia excepcional que le brindó muchas satisfacciones. Se sabía afortunado y gozó de esa fortuna. El mundo se abrió para él a través de los libros de la biblioteca de su padre; a los 71 años declaró que nunca había salido, metafóricamente, de esa biblioteca.

Las habitaciones con estantes que contienen libros ejercen para algunos un hechizo del que no pueden escapar. Cuando un niño pequeño siente el aguijón del bicho que se encuentra entre las hojas salidas de una imprenta, su cerebro se transforma para siempre. No solo gozará el resto de su vida viajando gracias a los libros en el tiempo y en el espacio, acompañando a personajes que no existen. Llorará con ellos y aprenderá a reflexionar sobre los asuntos fundamentales.

Un lector no está solo nunca. Los libros que ha leído tienen voces cuyos ecos resuenan en su mente, sin que este proceso sea insano. Todo lo contrario: la lectura nos permite conservar el equilibrio asociado con la salud. Nos ayuda a comprender los fenómenos sociales y políticos que ocurren a nuestro alrededor. Nos vuelve humildes al reconocer la grandeza de otros seres humanos.

Elias Canetti, autor búlgaro, premio Nobel de Literatura, publicó en 1935, en alemán, su única novela: Auto de fe, prohibida por los nazis. El personaje central, Peter Kien, vive en un departamento convertido en biblioteca. Conoce a fondo una gran parte de los 25,000 libros que la conforman y cuando sale a la calle siempre lleva algún ejemplar consigo.

Este anacoreta de principios del siglo XX es víctima del maltrato de su esposa, una mujer ignorante que vende los libros del sabio. En algún momento, Kien es despojado de su vivienda y se ve obligado a sobrevivir como vagabundo. En medio de la noche desolada, bajo los puentes de los caminos, Kien reconstruye su biblioteca en forma imaginaria, sacando de los entrepaños de su mente los libros que ha leído, para volver a disfrutar de sus páginas, en un ejercicio basado solamente en el recuerdo, en la memoria visual. Uno vive con el erudito ese proceso fascinante.

Muchos de nosotros tenemos libros en casa. Miles de volúmenes que nos acompañan en momentos aciagos, iluminan oscuros rincones de nuestra mente, responden a preguntas que nos atosigan en horas de insomnio. Sus autores nos llaman la atención desde la cubierta donde viene su nombre impreso: quieren hablar con nosotros sobre su libro, que para ellos significó años de trabajo y cientos de referencias.

Pablo Neruda, un trotamundos irredento, escribe así su pasión por los libros: “Nosotros / los poetas / caminantes / exploramos / el mundo, / en cada puerta / nos recibió la vida, / participamos / en la lucha terrestre. / ¿Cuál fue nuestra victoria? / Un libro, / un libro / sin soledad, con hombres / y herramientas, / un libro / es la victoria”.

 

 

 

 

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