Frío

 Araceli Ardón

Hace unos 20,000 años, en la última glaciación, grupos de seres humanos provenientes de Asia caminaron sobre las aguas congeladas del Estrecho de Bering, buscando tierras hospitalarias donde vivir. Eran hombres y mujeres fuertes, decididos a superar la terrible prueba que significaba llegar al día siguiente, a la luna próxima; tenían la piel protegida por vellos largos e hirsutos. Su lenguaje era elemental. Sus conocimientos, casi nulos. Apretujados, ayudándose unos a otros, transitaron desde lo que hoy se llama Alaska continente abajo, encontrando mejores climas, hasta que la glaciación terminó.

De esos Homo sapiens desciendo yo. Tengo esa travesía milenaria guardada en la memoria del instinto. Veo imágenes de la tundra, zonas polares, ciudades cubiertas de nieve con estalactitas de hielo pendiendo de cables, y una sensación de escalofrío casi dolorosa me estremece. El frío de cada invierno afecta mis músculos, hace que sufra entumecimiento, que mis piernas se muevan con torpeza.

Cierro los ojos y me veo de niña, dibujando una casita en el campo, con su techo de dos aguas cubierto de tejas. Coloreo la chimenea que sobresale de las tejas, y pongo ahí algo muy importante: una leve columna de humo que desafía el azul del cielo. Aunque brillara un sol espléndido y sonriente en el horizonte, era muy importante para mí tener leños encendidos en el hogar.  

En el cuento de Hans Christian Andersen, la Reina de las Nieves se da a la tarea de buscar víctimas y convertir su corazón en hielo. Celosa por el amor entre un niño llamado Kay y su amiguita Gerda, secuestra a Kay, utilizando un gran trineo para llevárselo a su palacio. Gerda tiene el aliento tibio; Kay, bajo el influjo de la hechicera, tiene un témpano en el pecho. En el feliz final, cuando los dos pequeños enamorados se liberan del maligno poder de la Reina, regresan a casa y se dan cuenta de que todo en su ciudad permanece igual salvo ellos mismos, que gracias a la vivencia han cambiado: ahora son jóvenes con experiencia. Por otra parte, ha llegado el verano. Es decir, el calor es capaz de derretir las capas de frialdad de los seres de mala voluntad.

Este cuento de hadas tiene su base en antiguos mitos que el escritor danés puso en palabras a mitad del siglo XIX. A partir de esta historia fascinante, los Estudios Disney crearon en 2013 un largometraje animado en tercera dimensión, llamado Frozen. Su éxito de ventas radica en una premisa básica: nadie desea quedar atrapado en el frío. La nieve es hermosa solamente cuando jugamos con ella, pero sus efectos en la mente pueden ser perniciosos. Podemos llegar al extremo de permitir que se enfríe nuestro corazón y dejar de amar.

Hace muchos años viví en una cabaña de troncos, en el centro de los umbríos bosques de Oregon. Es una zona de pinos tan altos y frondosos que las carreteras se construyen bajo un túnel de árboles abierto por máquinas que cortan las ramas. A pleno día es indispensable encender los faros del auto. En casa, el viento se colaba entre las rendijas y la temperatura en el interior significaba un reto para mí. No tenía calefacción, solo una chimenea que calentaba el frente del cuerpo mientras la espalda tiritaba de frío. Si me giraba frente al fuego, había siempre una parte de mí que recibía el calor mientras la otra sufría.

A medida que la luz del sol se extinguía, mi cuerpo buscaba el cobijo de las mantas. Tomaba un té de yerbabuena muy caliente para que su dulce chorro bajara por la tráquea, y mis ojos buscaban la danza de las llamas. Ninguna película es más fascinante, ninguna imagen más bella, que el fuego vivo y crujiente en medio de la noche fría.

El amor, para existir, necesita del calor. Pablo Neruda lo describe en su poema LXVI:

“No te quiero sino porque te quiero / y de quererte a no quererte llego / y de esperarte cuando no te espero / pasa mi corazón del frío al fuego.”

Anterior
Anterior

Incendio